Una mujer está cantando en el valle.
La sombra que llega la borra;
pero su canción la yergue sobre el campo.
Su corazón está hendido, como su vaso que se trizó esta tarde
en las guijas del arroyo.
Mas ella canta; por la escondida llaga se
aguza pasando la hebra del canto,
se hace delgada y firme.
En una
modulación la voz se moja de sangre.
En el campo ya callan por la muerte cotidiana las demás voces,
y
se apagó hace un instante el canto del pájaro más rezagado.
Y su
corazón sin muerte, su corazón vivo de dolor, ardiente de dolor,
recoge las voces que callan en su voz, aguada ahora, pero siempre
dulce.
¿Canta para un esposo que la mira calladamente en el atardecer,
o para un niño al que su canto endulza?
¿O cantará para su propio
corazón, más desvalido que un niño solo al anochecer?
La noche que viene se materniza por esa canción que sale a su encuentro;
las estrellas se van abriendo con humana dulzura:
el cielo estrellado se humaniza
y entiende el dolor de la Tierra.
El canto puro como un agua con luz, limpia el llano,
lava la atmósfera del día innoble en el que los hombres se odiaron.
De la garganta de la mujer que sigue cantando,
se exhala y sube el día, ennoblecido, hacia las estrellas.
La noche que viene se materniza por esa canción que sale a su encuentro;
las estrellas se van abriendo con humana dulzura:
el cielo estrellado se humaniza
y entiende el dolor de la Tierra.
El canto puro como un agua con luz, limpia el llano,
lava la atmósfera del día innoble en el que los hombres se odiaron.
De la garganta de la mujer que sigue cantando,
se exhala y sube el día, ennoblecido, hacia las estrellas.
( cuadro La Lavandera de Mauricio Rugendas)
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